Cádiz, Cádiz
12 Abril 2020
Soledad
Probablemente el sentimiento más habitual durante el encierro pandémico de marzo y abril, y del que posiblemente poco se habla, al menos no directamente, sea el de soledad. Porque el reclamo de salir a caminar, hablar, tocarse es una forma de decir que se está solo. Que sea una petición colectiva no lo hace menos cierto. Que lo pidan miles y a la vez no le resta intensidad, no llena los salones, ni las estancias, ni los balcones o azoteas. No nos hace compañía, no en el sentido literal de la palabra. La actual pandemia nos ha revelado la fragilidad de algunos conceptos y convicciones que dábamos por resueltas. Tanto tiempo libre y en tan poco espacio, algunos, invitan a reflexionar una y otra vez sobre los temas que tan bien se nos da solapar con los quehaceres del día a día. Que el 86 % de los españoles piense que la gente no se preocupa lo suficiente por los demás y el 12 % pasa todo el día absolutamente solo; o que según los estudios de los últimos meses el daño que ha hecho el aislamiento durante la pandemia tendrá reflejo en lo físico y en lo psicológico sobre todo en las personas mayores, debería llevarnos a pensar si lo estamos haciendo bien ahora que no estamos encerrados. Mucho me temo que como animales de costumbres que somos seguiremos pendientes de las UCI y los contagios, de las últimas medidas de cada comunidad y ahora, por supuesto, de la vacuna. Nos olvidaremos de que la pandemia tiene varias caras, que la soledad provocada por el encierro es una de ellas y actúa a largo plazo sin que lo percibamos. La vacuna puede curar la enfermedad, pero solo a nivel físico. Estuve fotografiando a personas que veía cada día desde mi ventana, siempre las mismas, a la misma hora, como un ritual. Quizás era también mi excusa para sentirme acompañado. Estas son algunas de ellas.

Esta mujer subía cada día a su azotea a pasar el rato, supongo, a disfrutar del privilegio que le brindaba un espacio al aire libre; pero siempre, antes de retirarse se esforzaba haciendo señales de «auxilio» con los brazos. Si lo hubiese hecho solo una vez me habría preocupado.
Se detenía cada tarde en el mismo lugar, podría decir que a mirar los coches o a la gente, pero es que a mediados de abril estábamos todos encerrados aún. Prefiero pensar que era su ejercicio diario de meditación.
Esta mujer disfrutaba de las vistas al mar durante una hora dando vueltas en su minúscula azotea, pero ya era bastante lujo si lo comparamos con el espacio que tenían otros.
La señora que se acercaba al balcón y levantaba el rostro al sol hacía largas inspiraciones de aire fresco. Era, supongo, su ejercicio diario de libertad.
Algunos permanecían largos ratos incluso horas dejándose llevar por la inercia del tedio, del aburrimiento. Sin apenas inmutarse prácticamente con nada.
Solos pero felices, supongo. Aunque no cupieran en su minúscula ventana acudían puntuales al rito diario.
El vivo retrato de la soledad de puertas afuera. Frente a un polígono industrial, delante no tienes a nadie a quien responderle, a quien contestarle el aplauso. Con todo, salía cada tarde como si aplaudiese a la multitud.
Para ellos un momento de alivio, para mí un momento mágico.