Diario de cuarentena

junio 19, 2021

Envejecer no siempre es fácil. A principios de febrero del 2020 mi padre tuvo un ictus cerebral. Aunque las secuelas no eran aparentemente graves, tuvimos que organizarnos con mi madre y mi hermana para crear unas rutinas donde él no estuviera solo en ningún momento. Al cabo de un mes llegó el estado de alarma, aunque, en cierto modo, mi padre llevaba ya un mes confinado. Una tarde de abril tuvimos que llamar a la ambulancia porque la mitad de su cara se había quedado paralizada y costaba mucho entenderle cuando hablaba. Por aquél entonces los hospitales estaban colapsados y tuvimos mucho miedo sobre si llevarle o no al hospital. “Tal y como están las cosas, si me lleváis ahí quizás no me puedan atender. Ya soy mayor y si entro por esa puerta tal vez ya no salga”, nos dijo. Lo ingresaron y al cabo de dos días volvimos a casa. Tuvimos mucha suerte. Aunque hacerse mayor sea aprender a despedirse, vivir con mi padre y tener la vejez tan cerca nos hizo aferrarnos más a la vida. La COVID-19 vino a recordarnos la fragilidad en la que están expuestas las personas más mayores y me estremecía imaginarme el escenario devastador de la gente mayor durante la pandemia. El abandono, la soledad.

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